miércoles, 6 de mayo de 2015

Comer o no comer la golosina

En uno de los pasajes más célebres de la Odisea, Homero nos cuenta cómo Ulises, advertido por la diosa Circe del nefasto destino que aguarda a todo aquel insensato que ose escuchar el hipnótico canto de las sirenas -ser devorado vivo-, ordena a sus marineros que se tapen los oídos con cera caliente mientras a él lo aseguran con cuerdas al mástil. Gracias a este ardid, Odiseo se convirtió en el único mortal que escuchó el canto de las sirenas y vivió para contarlo.
Aunque hoy esta escena es más probable que evoque la saga de Cincuenta sombras de Grey que la guerra de Troya, lo cierto es que apunta a una profundísima a irrefutable realidad de la naturaleza humana: que en el preciso instante de la tentación, si no hemos planificado contra ella con suficiente antelación, no habrá recurso que nos salve de caer en sus garras. Éste es uno de los factores más fundamentales en nuestras vidas. Al menos, con acuerdo a medio siglo de trabajo científico sobre la tentación y nuestra capacidad para resistirla, encabezada por el profesor de la Universidad de Columbia en Nueva York, Walter Mischel.
En los años 60 del siglo pasado, Mischel decidió someter a un grupo de preescolares -hijos de profesores de la Universidad de Berkeley, donde por aquel entonces investigaba- a una tentación digna del propio Homero. La tentación era la siguiente: la niña o el niño se quedarían solos en una habitación sin distracciones con una golosina delante. El científico, que previamente había pasado un buen rato jugando y construyendo una relación de confianza con el niño, le decía que podía comerse la golosina ahora o esperar hasta que éste regresara y entonces tendría dos golosinas. En cualquier momento, el investigador remarcaba, el niño podía hacer sonar una campanilla que traería de vuelta al adulto. A través de un espejo y con videocámara, los científicos observaban el comportamiento del sujeto y medían el tiempo que tardaba en caer ante la tentación o darse por vencido y hacer sonar la campanilla.
Este experimento se conoce como El Test de la golosina, y así se titula el libro que Mischel acaba de publicar en España (ed. Debate). Igual que con la belleza del canto de las sirenas, no se dejen engañar por su aparente sencillez, ya que tuvo y sigue teniendo un gran poder. En una época en la que no había imágenes de resonancia magnética funcional, el test de la golosina permitió a Michel medir un aspecto de la función ejecutiva del cerebro.
Resistir la tentación -algo que hemos experimentado todos- es una experiencia bastante nueva en la historia de la vida y sólo es posible porque nuestro cerebro alberga dos sistemas de control opuestos y complementarios. «Tenemos dos caras, el sistema caliente y el frío. El sistema caliente está en la amígdala y el sistema límbico y es muy importante en la regulación del miedo, el hambre, etcétera». Éste es el sistema más antiguo y que compartimos con otros animales. Sin embargo, «el sistema frío se encuentra en la corteza prefrontal, se desarrolló más tarde en la evolución, y es el que nos permite contemplar consecuencias futuras, el que hace posible que mantengamos ese objetivo pospuesto en mente».
En otras palabras, es su sistema frío el que le dice que debe dejar el cigarrillo, o que tal vez obviar el postre hoy le iría bien a su colesterol. Mientras tanto, su sistema caliente no le dice nada, prefiere ocuparse de ponerlo ansioso y salivar con anticipación. Del equilibro entre ambos sistemas depende mucho más que nuestra línea. Mischel siguió a los preescolares hasta que pasaron de la cincuentena y descubrió que cómo actuaron entonces predijo diferencias fundamentales mucho más tarde en sus vidas.
Por último, algo así como la criptonita de la función ejecutiva: el estrés. Algo que Mischel ha podido comprobar en multitud de estudios es queel estrés atiza la llama de la impulsividad y las emociones negativas activando el sistema caliente e inhibiendo al frío. "Uno de los mayores problemas es que en ambientes caóticos, donde la vida es extremadamente difícil es también difícil desarrollar esa clase de habilidades que más podrían ayudarnos a salir de esa situación", dice el autor de El test de la golosina. En definitiva, concluye Mischel, potenciar nuestra función ejecutiva es la clave para ser "agentes y no víctimas de nuestra biografía o nuestra historia".

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