Sal a la calle y pide a la gente un ejemplo de lo inevitable. El paso del tiempo, te dirán, la condena universal a envejecer y morir como todas las cosas de este mundo. Y todos se equivocarán, porque envejecer no es un efecto inevitable del paso del tiempo. Pese a estar hechos de los mismos materiales, las moscas se mueren de viejas a las seis semanas, los ratones a los cuatro años, los caracoles a los 15 , los delfines a los 30, los leones a los 40, los monos a los 50, los búhos a los 65 y los humanos a los 90. El envejecimiento es negociable en biología, y los científicos ya tienen una buena idea para pararlo, o incluso revertirlo.
El investigador español Juan Carlos Izpisúa y sus colegas del Instituto Salk de California y la Academia China de las Ciencias en Pekín presentan en Science un descubrimiento clave no para curar el envejecimiento, sino para algo todavía mejor: entenderlo. La historia de la ciencia muestra que el conocimiento profundo de un fenómeno anticipa de manera invariable su aplicación tecnológica y social. El envejecimiento no va a ser menos que la gravitación, el electromagnetismo o el bosón de Higgs. Es solo que ha llegado más tarde a la agenda científica.
El síndrome de Werner, se llama en los textos de patología. Progeria adulta, se le dice también, y se clasifica como una enfermedad rara porque solo afecta a una de cada 20.000 personas. Consiste en un envejecimiento prematuro, y su nombre se debe al científico alemán Otto Werner, que lo describió en cuatro hermanos que ya eran viejos a los 20 años para la tesis doctoral que leyó en 1904. Hay 1.300 casos descritos en la literatura médica, lo que da una idea de la atracción fatal que ejerce sobre los investigadores esta singular mutación: un desafío genético al paso del tiempo.
El estudio del grupo de Izpisúa demuestra que la causa genética del síndrome de Werner, la mutación de un gen llamado WRN, provoca un envejecimiento prematuro al perturbar la organización geométrica a gran escala del ADN de cada núcleo de cada célula (heterocromatina, en la jerga). Son los interruptores generales que activan o reprimen grandes geografías genómicas en según qué tiempos y lugares. Los artífices de la epigenética, los coreógrafos de la construcción del cuerpo de cualquier animal del planeta.
“Demostramos”, explica Izpisúa, “que la mutación que causa el síndrome de Werner conduce a la desorganización de la heterocromatina, y que ello es uno de las causas clave del envejecimiento”. Izpisúa no tiene ningún interés obsesivo en el Werner: más bien lo ve como un modelo ideal para estudiar las causas profundas del envejecimiento en general. Lo que persigue no es una cura de la progeria, sino una vacuna del envejecimiento. No precisamente una enfermedad rara.
“Hemos identificado un mecanismo central del envejecimiento”, dice Izpisúa, “y es la desorganización de la heterocromatina, que ya sabemos que es reversible”. ¿Se imaginan? El reloj de la biografía funcionando hacia atrás, como una máquina del tiempo de serie B. La B de biología.
Los pacientes de síndrome de Werner no suelen vivir mucho más allá de los 50 años. Pese a ello, sufren desde una temprana edad cataratas, diabetes de tipo 2, arterosclerosis, osteoporosis y cáncer: las enfermedades de la edad, solo que antes de tiempo. No es que las personas con Werner parezcan más viejas. Es que lo son, pese a todo lo que diga el calendario.
Los científicos norteamericanos y chinos han utilizado las tecnologías biológicas de vanguardia. Se han basado en cultivos de células madre embrionarias humanas, y han utilizado las rompedoras técnicas de edición genómica para inactivar su gen WRN. Han generado así un modelo celular en cultivo del envejecimiento. Las células se deterioran de la manera normal, pero a una velocidad acelerada. A esos cultivos se les pueden hacer todas las perrerías que no se puede hacer a un ser humano. Los resultados son rápidos y brillantes.
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