El estudio de estos microorganismos resulta prometedor para investigaciones relacionadas con la búsqueda de vida en otros planetas y, en un nivel más terrenal, pueden tener aplicaciones farmacéuticas, biotecnológicas, e incluso cosméticas.
“Son tremendamente imaginativos”, espeta con media sonrisa el geólogo Fernando Tornos, de 56 años, con la enorme mina de cobre sevillana, la más grande a cielo abierto de Europa, a sus espaldas. Enormes dumpers, camiones capaces de transportar hasta 100 toneladas de mineral, bajan por las zigzagueantes cuestas que conducen hacia el charco verde situado en el punto más profundo del yacimiento, a 195 metros por debajo del nivel del mar. Un persistente sol de otoño cae sobre Las Cruces, ubicada a 15 kilómetros de la capital andaluza, mientras este investigador del CSIC (Consejo Superior de Investigaciones Científicas), ataviado con un casco blanco y una chaqueta reflectante, intenta sintetizar discursos científicos de difícil digestión para el profano: “Son muy versátiles para sobrevivir”, precisa.
La actividad de esos microorganismos a lo largo de los últimos siete millones de años se ha sustanciado en la aparición de unas rocas únicas, nunca vistas. Únicas por la acción que sobre ellas produjeron esos versátiles extremófilos de los que habla Tornos.
Apreciaron que las modificaciones en las rocas eran fruto de una intensa actividad bacteriana. La roca habitual, de color rojizo, había sido transformada. Presentaba un color más oscuro. Era negra como consecuencia de su contacto con los organismos extremófilos, que encuentran en el subsuelo su menú favorito: metano y sulfatos. “Las bacterias respiran y liberan CO2”, explica Delgado, de 51 años. Pues bien esa alimentación y esa respiración cambiaron la composición de las rocas y su color. La misión en el planeta Marte, apunta el investigador, ha revelado la presencia de metano. “Podría ser metano generado por procesos de vida en el subsuelo”
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